‘Milhijas’ y Borja Jiménez: un toro para una vida
La paella que nos persigue
Disfrutábamos de una magnífica tregua térmica, parecía triste la ciudad y los umbrales del verano se asemejaban a los del otoño. Habitual sobredosis de turismo por los aledaños de ese triángulo de ensueño que conforman la Catedral, el Alcázar y la Lonja, pero había cierta sensación de tristeza, que no se sabe si eran los cielos bajos o qué, pero la gente caminaba absorta, como en una inquieta duermevela, como en el último trayecto de un viaje a lo desconocido, o a lo muy conocido. No se adivinaba el porqué, pero en esta atardecida de la tardoprimavera, Sevilla no era, precisamente, un cascabel. ¿Sería el nublado tan a contraestilo del calendario? Japoneses, sajones, latinos, rubios, negros, de todo había por la Alcazaba y Santa María la Blanca, por el Patio de Banderas y por los Venerables. Eso sí, no faltaba la innumerable batería de mesas en unas calles y en unas callejas que empiezan a oler a paella bien temprano. Y es que ahora Sevilla no huele a dama de noche sino a paella las veinticuatro horas del día.
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